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Mi versión sobre la depresión

Mi versión sobre la depresión

Por Aldonza Martínez

Ni siquiera recuerdo desde cuándo me siento así. Tal vez sea desde la adolescencia, cuando mi cuerpo comenzó a cambiar y me convertí en esa criatura extraña que ni era niña ni tampoco mujer. De algo estoy segura: no fue por falta de atención en casa. Mis padres, los dos, se preocupaban por mi bienestar y al ser la última de siete hermanos, crecí muy consentida por ambos. Y de mis hermanos, ni se diga. No faltaban las típicas bromas con las que provocaban a la “pequeña tirana” que había en mí y en las que lloraba histérica hasta que alguno de mis papás venía a consolarme y (obvio) a regañar a quien me hubiera hecho enojar (el motivo de mi llanto en esos días siempre fue por enojo o berrinche).

Pero volviendo al punto… Tal vez mi estado de ánimo o mejor dicho, mi falta de salud mental se deba a que crecí muy rápido, intentando madurar al ritmo de otros niños que al menos, eran dos años mayores que yo. Siempre amé la escuela, aprendí a leer y a escribir muy pronto, a mayor velocidad y precisión que los otros pequeños de mi edad (para los niños de hoy, es algo más cotidiano leer y escribir bien a los cinco).

Como dije, la escuela siempre fue y ha sido para mí como una “zona de seguridad”, el lugar donde me siento cómoda. No fui mala alumna, al contrario. Nunca me esforcé demasiado por aprender y menos por sacar buenas calificaciones, tengo hasta el momento una buena memoria que me ha sacado de muchos apuros, sumado a una buena capacidad de comprensión. Así que todo fluía. Pero ¡oh!, llegó la época del bachillerato y ahí estaba yo, enfrentada a un mundo totalmente distinto, con solo 13. Al concluir la secundaria, ya me sentía diferente… poco motivada, con una sensación de tristeza. Tal vez pensé en aquel momento que era que extrañaba a mis compañeros o los momentos que vivimos juntos… mucho tiempo después supe que era lo que realmente pasaba.

“Llenando el costal”

Pasé por el bachillerato sin la gloria a la que estaba acostumbrada. El uso de anteojos me hizo sentir más insegura de mi físico, del cual de por sí ya tenía una percepción un tanto distorsionada (no es lo mismo la figura de una niña de 13 o de una adolescente de 16 a la de una jovencita de 15 o de 18). En fin, me adapté como pude. Cuando llegué a la carrera, me descubrí eligiendo algo que no me gustaba para nada, pero que ya no pude dejar de lado, porque iba muy avanzada. En esa etapa de mi vida, no me costaba tanto ocultar mis sentimientos depresivos, mi tristeza, porque tenía al menos algo en lo que refugiarme: ese cuerpo que (siempre) me hizo sentir insegura, se había transformado en uno apropiado para los cánones estéticos: delgado y con buena forma. Eso, agregado a una cara que siempre me gustó (sí me considero bonita) me hacía sentir relativamente mejor, pero estaba la insatisfacción de no hacer lo que me gustaba. Ahí, escondida, acechando.

Pasaron tantas cosas en mi vida durante esa época universitaria, que no me pusieron el camino fácil: la muerte de mi papá, otra pérdida muy personal que al día de hoy, todavía hace sangrar de pronto mi corazón; mi nulo interés de seguir en la escuela y relaciones amorosas que lejos de aportar, hacían más grande el vacío. Y poco a poco, mi costal interior iba llenándose de más y más sentimientos negativos.

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Trabajé en el área de la que egresé un rato, con ese sentido de desolación y decepcionada de mí misma. No era lo que yo quería, pero era una oportunidad de tener un empleo del cual vivir. En fin. Aparentemente, tenía todo para ser feliz: un empleo, juventud, familia, una pareja. Pero en conjunto, muchas de esas cosas no me hacían sentir bien. Lo peor vino cuando me quedé sin trabajo: me costaba mucho levantarme, me sentía inútil porque el tiempo pasaba y yo no conseguía otro empleo. En ese ínter, subí mucho de peso y caí más en el bache, por no cumplir con los estándares que yo misma me había impuesto y había dejado que otros me impusieran. Con mis kilos de más, parecía como si mi inteligencia se hubiera diluido, dejé de tener ganas de salir a divertirme, no me interesaba ver a nadie y poco a poco, mi relación de pareja se vio afectada hasta convertirse en un vínculo de dependencia, que no me hacía feliz a mí y que no hacía feliz al otro. Sentía que lejos de motivarme a salir de ese estado, mi pareja me sumía más y más en un agujero, porque había dejado de ser ese cuerpo atractivo de los primeros años de novios. Aclaro que no lo culpo. En su momento, me encargué de que él supiera de mi sentir, de mi inconformidad y al final, eso llevó a terminar con el noviazgo: “la culpable es tu depresión”. Fue una buena decisión, al menos para mí.

He de reconocer que llega un momento en que uno ya no se esfuerza por demostrar la depresión. Después de no conseguir trabajo durante un buen rato, regresé a la universidad a estudiar lo que de verdad me gusta: Literatura. Descubrí también que la lingüística era un área que también me apasionaba. Y que no era tan mala escribiendo… Encontré un trabajo en el que aprendí tanto, estresante sí, pero que me gustaba mucho; sin embargo, el fantasma seguía ahí. Tuve muy buenos años en la editorial, conocí excelentes personas, viajé, me reí, lloré, me estresé, me enojé… me sentía llena de vida, pero algo pasaba.

La vida sigue

Después de mis primeros dos años ahí, me reencontré con mi ahora esposo. Sé que a él también le cuesta enfrentar mis días de “perro negro”, esos días en que no quiero levantarme, en los que me siento gorda (volví a subir de peso) y fea, en los que no tengo ganas de hacer nada… aun así, siempre encuentra las palabras para darme ánimos. No, no es una tarea fácil. Cualquiera que viva con un paciente depresivo sabe que no somos agradables muchas veces. Tengo días excelentes… y días pésimos.

Mis crisis depresivas no son de querer cortarme las venas, tienen que ver más con el estrés y la ansiedad. Cuando estoy ansiosa, me refugio en el azúcar en todas sus formas. Solo quiero dormir y no tengo ganas de nada, ni de salir de la cama, de la casa o bañarme. Eso, sumado a que llevo una vida sedentaria como buena Godínez, no ayuda a mi peso. Y es el círculo vicioso: subo de peso-me pongo ansiosa-consumo azúcar-sigo subiendo-me deprimo. Para quienes no lo crean, el azúcar es una adicción muy peligrosa y nada fácil de dejar. Pregúntenmelo a mí.

Si yo estaba bien, ¿qué me pasó?

Esta pregunta nos la hemos hecho todos aquellos que hemos pasado por una depresión aguda o crónica. A muchas mujeres, les da depresión post parto. O incluso, post boda (sí, también existe). Los hombres, por su parte, rara vez expresan que se sienten mal, tristes, porque desgraciadamente, seguimos con el prejuicio de que “a ellos no les pasan estas cosas”. Claro que les suceden, también se estresan, se sienten rebasados, se sobre exigen, se vuelven perfeccionistas, tienen miedo a fallar. Son SERES HUMANOS COMO CUALQUIERA DE NOSOTROS.

Haciendo un análisis de mi caso, en cierta forma fue lo que me ocurrió: el ser una pizca más inteligente que el promedio de mis compañeros de clase me presionaba, porque la gente iba colocando expectativas en mí. Y tenía miedo de no cumplir con aquello que otros habían proyectado. Otra vez, el círculo vicioso y el sentirme mal por no ser ni hacer lo que se requería de mí. Eso en lo familiar, en lo profesional. En lo afectivo, las expectativas comenzaron sobre mi peso. Nunca era demasiado flaca. Siempre había la crítica de por medio, algo que yo toleré y a lo que nunca puse un alto. Permití que esas palabras hicieran eco y se trasladaran a otras áreas, hasta el grado de sentirme tonta e inútil. Dejé de disfrutar mis relaciones de pareja, para sufrirlas. Triste, ¿no?

Mi estrategia

He ido tres veces a terapia psicológica y he estado en tratamiento psiquiátrico. El medicamento me ha funcionado relativamente bien, no así la terapia. Tal vez no he encontrado un especialista adecuado. Por otro lado, cuando puedo hago ejercicio (yoga, baile, cardio), a veces unos minutos de meditación y más recientemente, escucho audios para relajarme. El chiste aquí es tratar de mantenerse activo y recuperar todas las actividades que uno disfruta: leer, correr, pintar, escuchar música, una copa de vino (claro, todo con moderación) no sé, lo que sea. En mi caso, amo cocinar, leer, la música, arreglar mis plantas y por supuesto, escribir. Eso sin contar con el tiempo que paso con mi familia (mi esposo y adolescentes), con perro incluido, viendo pelis. Sin duda, tener en qué mantener ocupada mi mente me ayuda muchísimo, eso sin contar con los abrazos maravillosos y reconfortantes de mi marido. Son mi mejor terapia.

Haciendo conciencia

No pretendo decirle a nadie cómo vivir su proceso. Hablo solo de mi experiencia. Pero si me permiten decir algo más, es importante hacer conciencia y brindarnos a nosotros mismos la atención necesaria cuando las cosas no funcionan tan bien como deberían, cuando nos sentimos estresados, tristes, desconcertados y sin ganas ni motivación. Tratar de averiguar de dónde viene la insatisfacción, que regularmente viene de un solo lado. Debemos hacernos responsables de las concesiones que hacemos hacia otros, tratarnos con respeto y sobre todo, con amor, para poder librarnos de las cargas que implica el no perdonarnos o perdonar a los demás. Entender que nuestros estados emocionales también afectan a los que nos quieren y con quienes compartimos techo. No estigmatizar a aquellos que sufren enfermedades mentales, no importa el grado ni el tipo, porque no sabemos cuándo podamos ser nosotros o alguien querido el que las enfrente. Al menos, a mí no me da pena decir que de vez en cuando tengo que tomar medicamento para la ansiedad o para dormir, ni que he visitado al psiquiatra. No me da miedo reconocer cuando estoy pasando un mal día y no quiero salir de la cama. Y mucho menos, que me queda mucho camino por recorrer y que posiblemente, no estaré curada del todo: que habrá recaídas y que solo en mí está seguir esforzándome por tener una mejor salud mental, que tengo que seguir moviéndome y levantándome de mis baches porque solo tengo esta vida para vivir y vine a ella a ser feliz.

Dedicado al amor de mi vida

Gracias por darme alas y por compartir mis sueños y mis días, no importa lo malos que sean. Por impulsarme siempre a buscar respuestas. Por hablar conmigo. Por una vida feliz a tu lado, más allá de las nubes oscuras. Gracias infinitas por ser mi amor y mi mejor amigo.



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